Libro de colores por José Antonio Pavón
Hace unos días leí un texto de José Antonio Pavón (Director General de la DOP de Jabugo) que me encantó y que hoy voy a compartir con vosotr@s. Precioso el recorrido que nos muestra del jamón a través del color e interesante la reflexión que nos plantea. Pasen y lean 😉
Libro de colores
Una cata organoléptica de un producto gastronómico podría definirse como un análisis sensorial simplificado e instantáneo, dada las limitaciones del ser humano para analizar la complejidad de las dimensiones espacio y tiempo.
Las cuestiones que se valoran en una cata son los aspectos visuales, táctiles tanto en mano como en paladar, olfativos, sapídicos y retronasales.
Este artículo se va a centrar solo en una única cuestión: el color.
En cualquier parte del mundo todas las personas reiteran la misma simplista apreciación: únicamente ven el color rojo con sus matices. Ojalá la vista pudiera diseccionar y reconocer que ese color se debe a la acertada fusión de muchos colores -como un calidoscopio polarizado- a lo largo del espacio (al menos 2 hectáreas) y del tiempo (más de 5 años desde el nacimiento y más de 50 años desde que el fruto cae al suelo y germina para dar lugar a un árbol adulto).
En primavera, tanto la zona de crianza y engorde -el ecosistema- como la zona de elaboración -la Sierra en el entorno de un Parque Natural-, se llenan de colores vivos y alegres: el verde herbáceo, el lila de la lavanda, el arcoíris, el rojo amapola, el verde de una bellota incipiente, el transparente de las gotas de rocío…
En verano, los colores de la dehesa pierden humedad, es decir, son colores secos: el amarillo rastrojo. En cambio, en la Sierra aparecen los colores frutales: el naranja pastel del melocotón y el amarillo pero (manzana), y el verde helecho cobijado en las vertientes umbrías.
En otoño, la dehesa se vuelve marrón de la bellota madura caída sobre la tierra y verde del pasto natural salpicado de negro ibérico; mientras que la Sierra sucumbe a los colores amarillo-rojizos, es decir, a los ocres de las hojas caducas. La Sierra es, también, marrón de la castaña, diversidad cromática del conjunto de las setas y transparente del agua de lluvia.
En invierno los colores de la dehesa y de la Sierra se vuelven uniformes. Son colores fríos… muy fríos como los grisáceos de las nubes, la niebla y el blanco de las heladas quebradizas.
Durante la salazón, que ya no se depende de las estaciones del año aunque se realice en pleno invierno, el color predominante es el blanco roto, entre otros, de la sal marina.
El secadero natural presenta mucha luz y sus consecuentes sombras. Tiene un color amarillo lipídico, transparente y, a la misma vez, denso. Puede contemplarse las gotas que caen al suelo para formar un espejo que permiten admirar, sin levantar la mirada del suelo, a las piezas desde abajo hacia arriba.
La bodega natural es penumbra silenciosa acompañada del blanco azulado de los micelios de la flora fúngica.
Finalmente, aparece el color acero y en la finísima loncha gradientes de rojo, el blanco rosáceo y mucho brillo.
A partir de ahora cuando alguien diga que solo ve el color rojo, por favor, invítenle a un viaje que le permita una experiencia virtual a través de sus sentidos como si de los capítulos del índice de un libro se tratara.
Dos colores definen un libro: el blanco-amarillo de cada una de sus hojas y la intensidad de la tinta negra. Y, sorprendentemente, las personas lectoras son capaces de imaginar cuantos colores se le propongan por quien lo haya escrito. El secreto es que quien lee, previamente a la lectura, ya ha tenido la experiencia de conocer los colores que tienen las cosas de la vida.
Atendiendo a mi perfil entre ingenieril, es decir, muchos números, y humanista, puedo concluir que la gastronomía de verdad, la que tiene una historia que contar, no necesita una norma de calidad (edad, peso de entrada y salida, días mínimos, fecha límite, peso final…) sino una norma emocional. Una norma que no permita que se comercialice como gastronomía de verdad la que no provoque una explosión de emociones.
De esta riqueza multicolor son cómplices las personas que cuidan de la biodiversidad del ecosistema y del ibérico, las que lo elaboran con mimo, las que viven y quieren seguir viviendo en el mundo rural, las que lo esculpen y quienes lo disfrutan con sus sentidos. La clave es que una norma emocional jamás la redactará la oferta sino que, por el contrario, es la asignatura pendiente de la demanda, es decir, de los consumidores.
A modo de epílogo, la gastronomía de verdad es sincera consigo misma, con las personas y coherente con la etiqueta que la viste. Sus partes son lo que las hojas de papel a un libro. La única diferencia entre un libro y un producto gastronómico de verdad es que quien lee el primero deja la huella de sus dedos marcada sobre las hojas mientras que quien coge una parte del segundo es ésta parte la que deja su huella sobre las yemas de los dedos.
Espero que este post os haya gustado, no sabéis la suerte que tenemos de poder contar con la visión de José Antonio Pavón, gracias José Antonio y gracias AGACUJ por fomentar este tipo de intercambio de opiniones entre l@s profesionales del sector.